jueves, 16 de junio de 2011

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

LA FILOSOFÍA Y LOS FILÓSOFOS

LA FILOSOFÍA Y LOS FILÓSOFOS

La filosofía es asunto de filósofos como la medicina lo es de médicos y profesionales de la salud. Literalmente el término filosofía significa amor a la sabiduría pero tiene aplicaciones prácticas diversas. Así, por ejemplo, se dice que hay que tomar las cosas con filosofía para recomendar tranquilidad, calma y reflexión en la forma de resolver nuestros problemas. A veces se dice que esto o aquello tiene su filosofía, que alguien se toma las cosas con mucha filosofía, o que en la solución de un determinado problema las diversas partes implicadas siguen filosofías diferentes. En estos casos el término filosofía significa una forma seria de entender la vida, los problemas y los acontecimientos, y en el mismo sentido se dice que todo tiene su filosofía o su por qué y los filósofos son esos profesionales que se dedican a indagar las causas y concausas más recónditas de la vida utilizando la razón como herramienta principal. Con mucha frecuencia el término filosofía se utiliza también como sinónimo de política. Cuando esto ocurre, más que calma y reflexión para afrontar en profundidad los problemas de la vida, dicho término significa alguna determinada estrategia o metodología eficaz para conseguir objetivos políticos, sociales, empresariales o de cualquier naturaleza. De los profesionales del poder público, por ejemplo, suele decirse que aplican filosofías, políticas o estrategias diferentes para perpetuarse en el poder ya conquistado, o para conquistarlo, si se encuentran en la oposición.
Cuando yo hablo aquí de filosofía no uso este término para significar ninguna estrategia de poder político o económico sino el poder moral de la verdad conquistada mediante la experiencia de la vida, el sentido común y el uso correcto y responsable de la razón. Por ello son abordadas algunas de esas cuestiones que inevitablemente surgen al ritmo de la vida de cualquier persona normal. Por ejemplo, ¿qué valor tiene la vida humana frente a la realidad de la muerte? ¿Cómo se expresa o debe expresarse la vida humana mediante el uso de la razón en la búsqueda de la verdad, la práctica del amor y la libertad como premisas indispensables para conseguir la paz y tranquilidad personal y social sin la cual no puede haber felicidad humana? ¿Qué lugar ha de ocupar el diálogo intelectual con la Trascendencia durante el despliegue de nuestra vida, tanto en el foro de la intimidad personal como de las relaciones públicas y sociales? Hay que vivir mucho para ver mucho, dice un refrán de abolengo cervantino.

Pues bien, yo he tenido la suerte de vivir más de lo que esperaba y me siento muy agradecido a la vida. Por ello es para mí un placer poder decir que lo mejor que tengo es la vida y que ella ha sido mi mejor maestro. Lo que digo es lo que he aprendido directamente del quehacer cotidiano de vivir con realismo y amor. La filosofía de la vida es aquella forma de pensar que nos enseña a vivir humanamente con dignidad en este mundo y a morir con la esperanza de una vida nueva más allá del tiempo y del espacio. (Véase mi obra “Filosofía de la vida”, Madrid 2011).

1. REFLEXIONES DE MARCO TULIO CICERÓN
Como es sabido, Marco Tulio Cicerón (106-43) fue uno de los personajes más relevantes del imperio romano y de la infraestructura cultural de Occidente. En política fue partidario de Pompeyo y cuando éste fue derrotado César le perdonó pero se vio obligado a buscar refugio en la vida privada en sus villas de Tusculum donde dedicó los tres últimos años de su vida a componer la mayor parte de sus obras filosóficas. Allí se propuso llevar a cabo el gran proyecto de latinizar toda la filosofía griega. En De officiis, 2,5, por ejemplo, dijo textualmente: “Sería cosa gloriosa y admirable que los latinos no necesitáramos para nada la filosofía de los griegos, y lo conseguiremos, ciertamente, si yo puedo desarrollar todos mis planes”. Y poco antes: “Por lo demás, tenía yo tal disposición de ánimo, que, a no impedírmelo causas graves, no hubiera dejado punto de la filosofía por tratar y sin aclarar en nuestra lengua latina”. En el libro V de las Cuestiones tusculanas justificó los motivos de este magno proyecto cultural con una apología apasionada y razonada de la filosofía estableciendo una correlación estrecha entre la naturaleza de la filosofía, de la sabiduría y la dignidad de los filósofos como protagonistas del progreso humanístico en la antigüedad.
La filosofía, decía Cicerón, se ocupa de la virtud que hace felices a los hombres. Este fue el motivo principal que impulsó a los primeros filósofos a dedicarse a su estudio, lo cual les llevó a posponer todas las cosas humanas para consagrarse enteramente a buscar la mejor forma de vivir felices en medio de los grandes infortunios y dificultades de la vida. Según él, en este asunto tan importante se había cometido sistemáticamente un error grande detectado por la reflexión filosófica, consistente en haber condenado la naturaleza en lugar de condenar nuestros errores humanos. Y a renglón seguido, el ilustre político y humanista romano escribió a favor de la filosofía como la mejor terapia contra los errores y vicios humanos que degradan nuestra dignidad, palabras como estas: “Pero contra esta culpa y contra los demás vicios y pecados nuestros hemos de buscar en la filosofía segura curación. Y habiéndonos llevado al seno de la filosofía desde los primeros años de nuestra juventud nuestra voluntad y afición, a ese mismo puerto de donde yo antes había salido, me refugio ahora, aquejado por esta grave tempestad. ¡Oh filosofía, señora de la vida! ¡Oh filosofía, indagadora de la virtud y ahuyentadora de los vicios! ¿Qué hubiéramos podido conseguir sin ti nosotros y aún el género humano?”. Seguidamente hace un elogio de la filosofía como si esta hubiera sido el motor del progreso humano y social en la antigüedad. Según Cicerón, la filosofía nos trajo la serenidad de la vida y desterró los terrores de la muerte. Pero se lamenta de que, a pesar de todo, “mucho les falta a los hombres para reconocer todos los servicios que deben a la filosofía, la cual, despreciada por los más, es vituperada por otros muchos” desconociendo que “fueron filósofos los que por primera vez civilizaron la vida humana”. Pero qué decir del nombre mismo de filosofía, del objeto de su estudio y de los filósofos que se dedican en cuerpo y alma a su cultivo?
Cicerón reconoce que el término filosofía era en su tiempo de uso moderno. Hasta los tiempos de Pitágoras (entre los años 582-530 antes de Cristo) se hablaba se sabios pero, según un ilustre discípulo de Platón llamado Heráclides Pontico, Pitágoras viajó a Philiante donde mantuvo discusiones con Leonte, príncipe de los fliasios, probablemente durante el curso de un almuerzo. “Y habiéndose admirado Leonte, matiza Cicerón, de su ingenio y su elocuencia, le preguntó qué arte profesaba. A lo cual Pitágoras respondió que él no era sabio sino simplemente filósofo. Admirado Leonte con la novedad del nombre, le preguntó quiénes eran los filósofos y qué diferencia había entre ellos y los demás hombres”. Pitágoras respondió haciendo una comparación con los dos tipos de hombres que acudían al mercado público. Unos, la inmensa mayoría, van movidos por el lucro y otros, los menos, a ver y analizar lo que ocurre en el mercado sin pretensiones lucrativas y hasta renunciando por principio a todas ellas con tal de encontrar la sabiduría de la vida. Pues bien, a este segundo linaje de hombres pertenecen los filósofos, los cuales se ocupan prioritariamente de la sabiduría y no del lucro. Pero ¿qué es la sabiduría?
Cicerón lo dice con pocas y claras palabras. Según él, los antiguos pensadores llamaban sabiduría “al conocimiento de la vida humana y del principio y causa de todo ser”, y al conocimiento de la sabiduría se dedicaron los sabios. Pero desde Pitágoras los sabios, aquellos que se dedican al cultivo de la sabiduría tal como queda definida, comenzaron a llamarse filósofos. A este respecto es interesante añadir el matiz siguiente. El título de sabio era altisonante y socialmente muy respetado por su relación con la sabiduría. El término filósofo, en cambio, define no tanto al que se halla en posesión de la sabiduría sino al que la ama y busca con todas sus fuerzas. En este sentido pitagórico y modesto decimos que el hombre es naturalmente filósofo. O lo que es igual, siente la necesidad de buscar la verdad última de todas las cosas para abrazarla y amarla como tabla segura de salvación. Diógenes Laercio a finales del siglo II después de Cristo (Vidas, 5) se hace eco de este relato ciceroniano con palabras siguientes: “Sosícrates, en las Sucesiones, dice que habiéndole preguntado Leontes, tirano de los fliasios, quién era, Pitágoras respondió: soy filósofo”. Resumiendo. Filosofía significa amor a la sabiduría; la cual, a su vez, significa conocer los misterios del ser y de la vida humana, y filósofos son las personas que (como los médicos se dedican a la medicina y otros profesionales dedican la mayor parte de su tiempo al ejercicio de sus respectivas profesiones laborales) se dedican al cultivo de la filosofía. El verdadero filósofo, por tanto, no se confunde con el hombre culto o erudito. Tampoco con el científico moderno.
El verdadero filósofo se sirve de la cultura y de la ciencia más avanzada para buscar el sentido último del ser y de la vida. Quien se queda en la mera erudición, en acumular datos culturales en su memoria como en un disco duro de ordenador, o en el análisis científico de la materia, no es ni sabio ni filósofo. El quehacer filosófico es una búsqueda apasionada de la verdad última de la vida humana tratando de encontrar su sentido y dignidad. Lo cual no es tarea fácil ya que lleva consigo desmarcarnos de la mera descripción de las cosas y acontecimientos para adentrarnos en su esencia e intrincada relación de principios, causas y efectos. La actividad específica de la inteligencia humana en el campo de la verdadera filosofía es la reflexión y no sólo la percepción sensible ni el mero pensar las cosas. Pero ¿cómo surge en nosotros esa llamada o vocación a la búsqueda de la sabiduría mediante la reflexión filosófica? Cada filósofo tiene su propia historia personal y sabe cómo y por qué se vio impulsado por esa necesidad psicológica de desentrañar la verdad última de la vida humana y de la naturaleza. A continuación me parece oportuno recordar cómo y de qué manera saltó en mi vida la chispa de la reflexión sapiencial cuando todavía era un niño.

2. LA VOCACIÓN FILOSÓFICA
Uno de mis entretenimientos gozosos de infancia consistía en visitar el hermoso prado que mi padre poseía en el lugar denominado “La chorrera” a menos de un kilómetro de Hoyocasero hacia el este. El prado está situado en la falda de una ladera frondosa surcada horizontalmente por la carretera y verticalmente por una “chorrera” o cascada de agua que vierte en el prado a través de un pequeño puente. Este lugar ha sido remodelado para ampliar la carretera con lo cual se ha perdido su orografía original. Lo cierto es que cuando llegaba la primavera yo empezaba a visitar con harta frecuencia aquel paradisíaco entorno. Me introducía en el bosque, observaba el curso del agua de la cascada y, sobre todo, observaba atentamente cómo eran los árboles y las plantas con la ilusión añadida de descubrir los nidos de los pajarillos y otras aves de mayor envergadura. Y todo con mucha cautela para no ser sorprendido por algún desagradable o mortífero reptil. De hecho era frecuente que culebras y víboras hicieran acto de presencia.

Un día durante mi recorrido solitario por el bosquecillo admirando la vegetación, descubrí un retoño de árbol que me llamó particularmente la atención. Era un chopo pequeñito que había brotado al lado de otro inmenso y tenía la misma estatura que yo aproximadamente. El arbolito era todavía muy delgado y tierno y comenzaban a brotar sus delicadas hojas. Al verlo quedé fascinado por su belleza. Si mal no recuerdo, lo toqué suavemente con la mano cuidando de no causarle algún daño. A su lado estaba el chopo inmenso y yo miraba a los dos, pensando con ilusión que algún día el retoño llegaría también a ser grande y majestuoso como el adulto. A partir de aquel hermoso día, cuando iba a la “chorrera”, visitaba el “chopito” siguiendo de cerca su crecimiento. Pero todo mi gozo en un pozo.

Un día fui como de costumbre a visitarlo y no podía creer lo que estaba viendo. El inocente e indefenso arbolito había sido cercenado. No había duda. Alguien lo habían cortado por la mitad de su cuerpo con una navaja. Imaginemos un niñito de tres meses asesinado en su propia cuna. Cerré espontáneamente los ojos y me hice dos preguntas: ¿Quién ha sido? ¿Por qué? No entendía que aquella criatura hubiera hecho algún mal que mereciera tan severo castigo. Entonces, ¿por qué? ¿Por envidia de que el arbolito se encontraba en la propiedad de mi padre? ¿Cosas de niño o algo más? En aquel momento mi capacidad de razonamiento se disparó y abandoné el lugar con el corazón roto. Por primera vez pensé que hay gente mala, que el mal existe y que en adelante debía conocer las cosas sin fiarme de las apariencias.

En aquel histórico momento de mi vida perdí la inocencia y se activó en mí el uso de la razón. O lo que es igual, dejé de ser niño psicológicamente y comencé a tomar conciencia de lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo falso, de lo bello y lo monstruoso, de la vida y de la muerte. En aquel preciso momento comenzó mi carrera filosófica como ejercicio constante del uso de la razón frente a las situaciones de la vida. Pero, como no hay mal que por bien no venga, he de confesar también que en el atardecer de mi vida me siento muy feliz de haber aprendido la lección positiva de aquella prematura y terrible experiencia. En septiembre de 1950 llegué al colegio de los PP. Dominicos de la Mejorada, en la provincia de Valladolid, como culminación reflexiva de aquella experiencia con la ayuda incondicional y sacrificada de mis padres, que no pasaban en aquel momento por una situación económica envidiable, de lo cual yo era plenamente consciente y por lo que evitaba pedirles nada a no ser que fuera estrictamente necesario. Aquella primera salida de casa no estuvo motivada primordialmente por mi parte por el deseo de encontrar un trabajo y un suelo para ganarme la vida sino por la necesidad interna de mi inteligencia de encontrar el sentido último de la vida.


3. ¿PROFESORES O PROFESOS DE LA FILOSOFÍA?
Después de la apología ciceroniana de la filosofía como amor a la sabiduría y condición indispensable para alcanzar la poca felicidad que es posible en este mundo, me parece oportuno hacer una invitación persuasiva al estudio de la filosofía como llamada o vocación a la búsqueda de la verdad usando correctamente la facultad específica de los seres humanos cual es la inteligencia. La filosofía, en efecto, es investigación de la verdad, pero no de una verdad cualquiera, sino de aquella que es reflejo inequívoco de la realidad en sí misma y no de sus apariencias. La filosofía busca conocer la realidad en sí misma generando certezas cada vez más sólidas reduciendo el terreno de las opiniones. En este sentido la ciencia, cuya calidad depende del grado de certezas que ofrece, no versa sobre lo que la gente opina sino sobre lo que las cosas son realmente o deben ser. Por ello la filosofía puede ser comparada con un puerto de mar para los marineros. Para unos lo es de salvación y para otros, de perdición. Una buena filosofía o enfoque acertado de la vida, en efecto, suele ser causa de profundas satisfacciones humanas mientras que una mala filosofía o enfoque equivocado de la vida suele serlo de calamidades.

En las primeras vísperas del siglo XXI se tiene la impresión de que la filosofía es una actividad inútil. En el mejor de los casos es considerada como una forma más entre otras de pasar el tiempo como jugar al billar, ver la televisión o matar el tiempo frívolamente en internet después de tener asegurado el pan de cada día mediante otras ocupaciones económicamente más rentables. El filósofo como buscador de la verdad o caballero enamorado de la sabiduría carece del reconocimiento social de tiempos pasados. La reflexión y el pensamiento, que tradicionalmente fueron considerados como actividades específicas del hombre y dignas de ser socialmente promovidas, actualmente son privilegio de minorías socialmente insignificantes si no actividades tachadas de sospechosas por su derivación en las ideologías. El pensador puro, por el hecho de serlo, está condenado a la marginación social debido, entre otras cosas, a que está sometido a los poderes fácticos de la política y las finanzas. En otros tiempos se hablaba de los que se dedicaban a las letras o a las armas. En la actualidad la mayoría de la gente opta por el arma del poder y sólo una minoría silenciosa opta por las letras, o sea, por la búsqueda de la verdad. Esta minoría que opta por la inteligencia sapiencial es tolerada como un decorativo social pero no es aceptada rigurosamente hablando.

Pero ¿cómo investigamos los filósofos la verdad? Yo diría, evocando la memoria de un filósofo consagrado de por vida a la reflexión sapiencial, como lo fue Xavier Zubiri, que hay profesionales de la verdad y “profesos” de la verdad. El profesional de la filosofía se ocupa de la filosofía. Por ejemplo, ejerciendo la docencia de filosofía como actividad laboral que asegura un salario digno para vivir. El profesional ocupa su tiempo en conocer lo que han dicho otros en sus libros, lo organiza pedagógicamente y lo transmite a los alumnos de forma que estos “se lo aprendan” y reproduzcan después fielmente en pruebas o exámenes académicos. Estos profesionales o profesores de la filosofía corren el riesgo de convertirse con el tiempo en burócratas de la enseñanza. Trabajan con la filosofía y se ocupan de ella, pero de muchos de ellos no puede decirse que sean filósofos rigurosamente hablando. El filósofo auténtico es amante o caballero de la sabiduría. Se ocupa, ciertamente, de la filosofía, pero no como un profesional o simple profesor sino como un “profeso” de la misma. Quiero decir que es un hombre o una mujer llamados por la verdad que tratan de encontrar por encima de cualquiera otro objetivo. De ahí que su ocupación de la filosofía sea más exactamente una dedicación. Dedicación significa mostrar algo con una fuerza especial. Tratándose de una dedicación intelectual, como exige la vocación filosófica, esa fuerza consiste en configurar nuestra mente a la realidad sin desfigurarla, para comunicarla después gozosa y fielmente a los demás. El mero profesional que se ocupa de la filosofía no lo hace necesariamente por vocación y por ello no para mientes en manejar y manipular la verdad de las cosas en función de intereses ajenos a la verdad misma.

El “profeso” de la verdad, en cambio, se comporta de una manera peculiar. En el orden religioso, por ejemplo, un teólogo puede ser un gran profesional de la teología sin creer en Dios. Un “profeso religioso”, por el contrario, es antes que nada un hombre de Dios compatible incluso con la incultura teológica. El que sólo se ocupa de la filosofía como profesional o profesor posee verdades fragmentadas, generalmente suministradas por otros. El “profeso de la verdad” o verdadero filósofo, en cambio, se siente poseído por la verdad. No es él quien maneja y administra la verdad sino que se siente poseído y arrastrado por ella. Al profesar la verdad nos sentimos dulcemente arrastrados por ella y este arrastre feliz hacia nuestra señora, la verdad, es lo que llamo investigación filosófica. El hombre busca naturalmente la verdad y la investigación filosófica auténtica conlleva una entrega desinteresada, incondicional y apasionada a la misma. El “profeso de la verdad” se entrega a su búsqueda y se deja llevar por ella como el “profeso religioso” se abandona y deja llevar amorosamente por los designios de Dios.

El arrastre de la verdad convierte nuestros actos de intelección en un movimiento de búsqueda fascinante, constante e inacabable. Digo fascinante porque es un hecho experimental que sólo es conocido por quien lo vive. Es un estado interno de felicidad testimonial intransferible, una vivencia y experiencia de felicidad que puede ser contagiada pero no transferida. Y es constante, porque, al contrario de lo que ocurre con la mera profesionalidad, que nos pone en una actitud de ocupación provisional, la búsqueda de la verdad nos dedica o consagra a ella de por vida. En esa búsqueda no existen “vacaciones”, o sea, interrupciones de tiempo para ocuparnos de otra cosa. La inteligencia, aún cuando los estados de nuestra conciencia están bajo mínimos, sigue inconscientemente buscando la verdad, incluso cuando deliberadamente queremos engañarnos a nosotros mismos. La búsqueda de la verdad es una necesidad instintiva de nuestra naturaleza racional y las agresiones a ese instinto o tendencia natural constituye una violencia directa contra nuestra condición humana.

Y es inacabable al menos por dos razones. Primero, porque el hombre no puede agotar con su intelección la riqueza de la realidad, de la que se sustenta la verdad, la cual sólo es tal en la medida en que es adecuación o conformación armónica y coherente con la realidad. Ahora bien, la realidad creada es constitutivamente limitada y abierta a su constante perfeccionamiento y a la trascendencia. Por eso no es posible el conocimiento total o terminativo, ni siquiera de las cosas más simples. Segundo, porque al ser la inteligencia propiamente dicha una lectura interior de las cosas, sus posibilidades de conocimiento no son infinitas, pero sí indefinibles o incalculables. Lo cual se aprecia mejor cuando nuestra búsqueda de verdad se proyecta explícitamente sobre la realidad increada, que no depende para nada de ninguna actividad humana. Por eso decía S. Agustín que hemos de buscar la verdad como quienes no han encontrado y encontrarnos como quienes aún han de seguir buscándola. En este sentido dinámico, la filosofía es un quehacer fascinante sin más descanso que la satisfacción de saber que no vamos perdidos por la vida, la cual tiene sentido y luz en sí misma para capotear los peligros de sus noches oscuras.

Si alguna utilidad tiene la filosofía es la de enseñarnos a encontrar el sentido de la vida aplicando nuestra capacidad de reflexión a la realidad en la que estamos inmersos y de la que formamos parte cualificada. Cuando esto no ocurre, la filosofía degenera en mera cultura y el filósofo se reduce, en el mejor de los casos, a la categoría de erudito y culto. Pero en el peor de los casos se convierte en manipulador de ideas o ideólogo. La filosofía pierde así su carácter sapiencial y el filósofo deja de ser su fiel y amante caballero. Se comprende entonces que, como diagnosticaba S. Agustín, mientras unos filósofos encuentran en la filosofía el sentido de sus vidas o puerto de salvación, otros sólo hallan el de su perdición en los tugurios de la llamada posmodernidad erudita, cuya nota más destacable consiste en el rechazo del sentido de la vida y exaltación morbosa del absurdo. Pero si de algo no hemos de tener miedo es a la verdad o conformación de nuestra forma de pensar y obrar con la realidad. Por ello no hemos de estudiar la filosofía como algo que se nos impone como una ocupación provisional con vistas a obtener títulos académicos o por exhibicionismo cultural. Hemos de estudiarla como un entrenamiento que despierte la vocación innata de verdad que hay en cada uno de nosotros. Sólo cuando hayamos degustado la alegría profunda del encuentro con la verdad comprenderemos aquello de que “la verdad os hará libres. No hemos de conformarnos, pues, con ser profesionales o administradores de verdad sino que hemos de aspirar a ser sus “profesos” buscándola con pasión y dejándonos arrastrar por ella sin miedo. Con el estudio sistemático de la filosofía hay que despertar nuestro deseo natural de verdad, buscándola amorosamente y a dejándonos arrastrar por ella. No podemos conformarnos con ser profesionales o meros profesores de la verdad. Por el contrario, hemos de esforzarnos por ser “profesos” dedicándonos a ella de por vida si queremos realmente encontrar el sentido de nuestra existencia y la fuente de la verdadera felicidad. En las sociedades modernas esa dedicación a la filosofía como búsqueda de la verdad por encima de otros intereses inmediatos y pragmáticos carece de estatuto o reconocimiento social. De hecho, las instituciones académicas tradicionales en las que el estudio de la filosofía ocupó un lugar relevante, están llamadas a desaparecer. Pero tal vez sea este uno de los signos más preocupantes de la depreciación de los valores humanos fundamentales que caracteriza a las sociedades actuales. Sin reflexión humana sapiencial no puede haber sentimientos de humanidad verdaderos y, por lo mismo, el proyecto de felicidad humana resulta muy difícil de alcanzar si no imposible. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.